martes, 24 de agosto de 2010

El alma de la calle.

Estamos pasando por días de un tórrido calor que a todos nos estremece. Cada año, al llegar el repentino verano, sabemos que en esta tierra infinita, llana y seca se torna en un color amarillento. Las calles durante el día enmudecen, sus estrechas sombras solo permiten un paso fugaz obligado. Las casas, otrora encaladas, presentan un aspecto de recogimiento. Nadie parece existir, siempre ha sido así.

Será con el atardecer donde las calles y sus viviendas comiencen un lento despertar. En otro tiempo la chiquillería, desde los quicios de las puertas iban dejándose ver, para de manera pausada arrancar en incansables juegos: el pillao, la comba, un gorreñio, churro media manga manga entera, adivinanzas, la píndola,…

En aquellos años, hace cincuenta, la calles, mi calle era especial, me atrevo a decir que única. La mejor, de calzada empedrá (nunca había barro), teníamos la suerte de presumir de que en nuestra calle había un gordini, que un poco más “alante” estaba un carro y contábamos con la posibilidad de cambiar en cuestión de una mera “corría” de una calle a un callejón y, si la valentía nos acompañaba poder atravesar bajo la magia de las puertas abiertas a otra calle más, el malecón y la era estaba a un paso, pero lo más excitante era la posibilidad de que en un mismo sitio y bajo una “porta” podíamos practicar innumerables juegos o refugiarnos en sus entrañas en las tormentas de verano.

“Al rico helado”, “tortas y bollos”, aquellas voces paraban los juegos y bajo miradas inquietas, nos relamíamos las ganas de poder saborear esas tortas o helados. Desistimos de lanzarnos hacia nuestras puertas, porque sabíamos que no romperíamos la tarde de pan con chocolate. No puedo pasar por alto aquella tienda, que siempre nos sorprendía, daba igual la hora de la mañana, de la siesta o de la noche, sólo había que lanzar una voz y al pronto éramos atendido. Despachaba los mejores bocadillos de escabeche, siempre disponía de todo lo necesario, incluso aquella novedosa chuchería, era la tienda de la calle que para nada llegaba a echar en falta los hoy modernos carrefour, alcampos o hiper.

Aquella calle era extraordinaria, bulliciosa, animada y de personas extraordinarias que le daban una especial singularidad que transmitía alegría y orgullo de poder pertenecer a ella.

Los anocheceres se envolvían de unas murmurantes voces. Recuerdos aquellas calurosas noches, donde un leve viento apenas llegaba apaciguar tan severas temperaturas. Los chicos nos sentábamos en el batiente o en la acera. Escuchábamos, nos estremecíamos, de vez en cuando con tímidas voces preguntábamos. La historia que tan detalladamente era narrada nos mantenía en vilo. La calle empequeñecía. Las leves luces parecían apagarse, las estrellas se convertían en dibujos ilusionantes de cuentos asombrosos. Cada noche era una aventura, una hazaña mágica que no dejaba de asombrarnos, de dejar volar nuestra imaginación.

Hoy es una noche de verano de un día caluroso, corre una imperceptible brisa, no apetece envolverte en sueños de calor. Hoy y a mis cincuenta, recuerdo aquella calle de piedras; hoy como instantáneas se dibujan en mi mente sus gentes, aquellas que hicieron que aquella calle fuera grande y única, llena de vida. Hoy a mis cincuenta y recordando aquellas noches de verano, siento anhelo de la grandeza de aquella calle y sus vecinos. Hoy, cuando dejo viajar mi mente hacia aquel pasado, se que aquellas gentes siguen vivas porque sus hechos, sus historias, sus vidas no han quedado extraviadas en el aire, sino que son el Alma que están enraizadas en aquella calle, donde siempre serán presente y formaran parte del futuro.

JARCHA (CON ALMA)



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