miércoles, 21 de abril de 2010

Teníamos una segunda piel.


(Tumbillo)

Era de estas mañana de primavera, en la que el frescor de la mañana, más bien se tornaba frio. Encogida, con bata y abrazada sobre si misma protestaba - con este frio, en esta casa, no se puede vivir-. Su madre le reprocha el gesto y sus palabras, diciéndole -en esta casa, ¡yo!, he vivido sin calefacción y no me he muerto-.
Llena de la sabiduría de la juventud y justificando que sin calefacción no se puede vivir asevero –es que vosotros teníais una segunda piel-
“recuerdo el tacto de las sábanas, heladas como mortajas, al introducirme entre ellas con mi sesenta por ciento de esqueleto, mi treinta o cuarenta por ciento de carne y mi cinco por ciento de pijama. Recuerdo la frialdad de las cucharas y de los tenedores hasta que se templaban al contacto con las manos. Recuerdo los sabañones, Dios Santo, que se ponían a picar en medio de la clase de francés o de matemáticas, y recuerdo que si caías en la tentación de rascártelos sentías un alivio inmediato, pero en seguida respondían al estímulo multiplicando la sensación de prurito. Recuerdo que aprendí esta palabra, prurito, a una edad absurda, de leerla en los prospectos de aquellas cremas que no servían para nada. Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningún lugar, por lo que tampoco había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad. Estaba frío el suelo, le techo, el pasamanos de la escalera, estaban frías las paredes, estaba frio el colchón, estaban fríos los hierros de la cama, estaba helado el borde de la taza del retrete y el grifo del lavabo, con frecuencia estaban heleadas las caricias. Aquel frio de entonces es el mismo que hoy, pese a la calefacción, asoma algunos días del invierno y hace saltar por los aires el registro de la memoria. Si se ha tenido frio de niño, se tendrá frío el resto de la vida”.
Del libro El mundo de Juan José Millas (Premio Planeta 2007).

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